Los domingos
A mí los
domingos me saben a fuego lento.
Disfruto
remoloneando entre las sábanas, sin prisa, esperando a que el reloj dé la hora
adecuada para levantarse. Una hora que nunca parece ser la adecuada, que no
llega, que siempre es demasiado pronto o demasiado tarde.
Y atraviesas
el pasillo, todavía somnolienta y por un momento por tu cabeza pasa la idea de
volver a la cama, de darle otro beso y luego otro; de enredarme entre tus brazos
y fingir que aun es demasiado temprano para comenzar el domingo. Y la verdad es
que no saldría de ahí en muchas horas.
Pero sigues
por ese pasillo y el olor a café recién hecho te atrapa, y te sirves una taza,
mientras el calor pasa a tus manos. Te quedas mirando fijamente por la ventana.
Cómo brilla el sol, cómo vuelan los pájaros.
A mí los
domingos me suenan a música de antes.
Esa tradición
de sentarte frente a su colección de vinilos y elegir uno, mientras el café se
enfría en la taza. Realizar todo el
proceso de limpieza y colocación, y que la música comience a invadir cada
rincón de su casa. Tumbarte en el sofá y reconocer cada canción, teletransportarte
a esos largos viajes en coche con esa cinta sonando en bucle en cada curva del
camino. ¡Quién pudiera volver a ese preciso instante!
A mí los
domingos me calman, me ponen nostálgica. Y me gustan, por qué no. Indican que
todo se cierra de algún modo. O que todo siempre vuelve a empezar de otra
forma.
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