Amsterdam: el pato, el queso y el molino.

Acababa de terminar exámenes y no había dormido nada. El avión salía a las 6 de la mañana y solo pensaba en dormir. Era mi segundo viaje en menos de quince días y allí estaba metida en un avión, aunque esta vez no hubo ningún percance digno de explicar. Nos dieron de desayunar y aterrizamos en la Venecia del norte. Tenía una emoción especial dentro de mi cuerpo, sabía que la ciudad me iba a enamorar de algún modo que en ese momento no alcanzaba a entender. Y lo hizo.

Los canales, sus puentes, las gaviotas revolotean en cada uno de sus rincones. Los estrechos edificios, los extraños tejados y el estilo gótico de sus iglesias. El primer día, dejamos las maletas en el hotel y nos lanzamos a la aventura, hacia el centro: la plaza Dam, el Palacio Real, el Barrio Rojo, el majestuoso edificio que alberga la Estación Central, los tranvías y el relajante trasiego de sus bicicletas, prioritarias en todo momento. La humedad, el frío y el cansancio del primer día, la cena y el ambiente festivo que se palpaba en el hotel, y del cual no fuimos testigos directos. Las voces de unos jóvenes franceses y la fiesta que se montó en el sótano del hotel.

El mundo del queso, la afonía y viajar en ferry puede ser el resumen de nuestro segundo día en Amsterdam. Edam, con sus casas sencillas te permitían transportarte al mundo de los sueños, de las películas más absurdas y de las tardes lluviosas de cuando eras niña. Comimos queso. Mucho queso. Y compramos, también, sino que hacíamos allí. Luego Volendam, y nuestra búsqueda incansable y fructuosa de un sitio donde comer. El adorable vendedor de los pases del ferry y los souvenirs. El viaje en ferry al atardecer rompiendo las placas de hielo del mar y llegar a Marken, donde lamentablemente, no pudimos ver la fábrica de zuecos. La noche caía sobre Holanda, y nosotras volvíamos a la capital, adentrándonos en el mundo del sexo, su figuras y sus fotografías. La cena, las cervezas y nuestro karaoke improvisado en la habitación.

La afonía permanecía. Haarlem era nuestro segundo destino fuera de Amsterdam. Lo mejor, el viaje en tren, con dos adorables holandeses que habían visitado Andalucía recientemente, el Quijote y primera clase de conducir. Eso sí, practiqué el inglés y me reí mucho. Muchísimo. Otro pueblecito, como siguiendo una fabricación en serie, los barcos pirata y el ansiado molino. Ponerse a buscar un sitio para comer (otra vez), y terminar en un Subway. Ese día volvemos a Amsterdam, en busca de las letras I Amsterdam, las cuales eran imposible de fotografiar por la inmensidad de gente que había. El barrio chino, la calle estrecha y preparación para nuestra última noche. Buscamos un coffeshop, piden un bizcocho de marihuana y nos vamos a un pub. Chupito gratis y los efectos empiezan a notarse en sus cuerpos. La risa tonta, la sensación de caída o el aplatanamiento. Las risas, los timbres de las bicicletas y hablar a voces en inglés. Suficiente por hoy, dormimos y madrugamos. El último desayuno y ya me he aficionado al yogur con avena y a las tostadas con mermelada.

La casa de Anna Frank es la última visita. Impactante es la palabra que podría definir el recorrido. Una paz en cada una de las habitaciones que te permiten transportarte a aquellos años de sufrimiento, de miedo pero también de alegría, de verdades como puños reflejadas en cada una de las líneas del diario. Recomendable, por supuesto. Comimos más queso y más cosas típicas, como la comida, el restaurante y la música. Todo muy acogedor, eso que solo poseen los sitios con encanto. El monumento a los homosexuales, el presente, el pasado y el futuro. Los últimos regalos, los tulipanes y de camino al aeropuerto. El intenso control al que fuimos sometidas, el jaleo con las maletas, las turbulencias y el dolor de oídos. Aterrizamos y vuelta a casa, con la sensación de que me he dejado algo, que necesito volver, que debería permanecer allí.

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