Deseos
El cielo ardió y la luna se quemó.
Esa noche estaba perfectamente redonda, podías taparla con un dedo o admirarla tumbado sobre el frío cemento.
Tus dedos dibujaban las constelaciones y tu voz se colaba en mis oídos, transportándome allí arriba, perdido en la nada, en el infinito del universo.
La manta de cuadros granates calentaba lo justo. Sí, lo justo para que tus manos calentaran las mías y nuestros cuerpos se juntasen, como movidos por imanes, que se atraen irremediablemente.
El aire agitaba tu pelo y tus ojos brillaban en la inmensidad de la noche. El fuego se apagó, la noche se cerró, la luna se iluminó. Su brillo nos arrastró, nuestras sombras se hicieron una y nuestros labios se fundieron en un beso.
Entonces, entendí el deseo al soplar las velas, la inmediatez de una estrella fugaz, tus pulmones hinchándose cada túnel del camino. Comprendí la composición de la vida, la grandeza de las pequeñas cosas, la importancia de los detalles y las tonterías de aquella noche. De cuánto podemos, de cuánto queremos, de cuánto necesitamos.
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